Agua salada.
Agua.
Agua de adentro, de las entrañas.
Derramada, vertida, desaguada de glándulas lacrimales.
Lagrimas que me queman.
Lagrimas que me oradan como el acido.
Lagrimas de agua salada de un salobrado corazón.
Corazones rotos.
Corazón.
Gotas saladas que vienen por un ducto directo desde el medio del pecho.
Lagrimas vírgenes.
Lagrimas en parición.
Lagrimas que con ígneo reflejo ven por primera vez el dolor intrínseco, ese que seca, que drena.
Una mancha.
Una mancha, maculada de lágrimas en la textura de mi sillón.
Ahí están, dibujando un dolor, delineando una vida.
Manchas de lágrimas acuosamente húmedas de pérdida y amor.
Ahí estarán, ahí se quedaran.
Cada vez que la tristeza llame a mi puerta, me sentaré en el sillón junto a las lágrimas secas.
A verlas.
A consolarlas.
A consolarme.
A verlas en su consuelo que será mí consuelo.
No tenían consuelo.
Soltaban heridas y sangre vieja.
Muy vieja, de tantos años.
Desear tanto, desaparecer tanto.
Agua que se evapora pero deja la huella, la marca marcada a fuego lento en mi sillón.
Renace todos los días.
Sólo un puñado de lágrimas
Sólo un tropel de dolor.
Sólo un instante de pérdida.
Sólo un instante y parece eterno.
Será eterno.
No olvidado.
No quiero.
Jamás olvidaré.
Solo soltaré.
María Constanza Cantúa ®